Son muchas las familias que, año tras año, siguen las tradiciones gastronómicas de la Cuaresma, ya sea por convicciones religiosas o simplemente por mantener unas costumbres históricas que llenan nuestras mesas de platos deliciosos. Y es que la Cuaresma, esos cuarenta días antes de Pascua que para muchos son el preludio de la primavera, ha sido tradicionalmente una época de austeridad, aunque paradójicamente esta economía de recursos ha dado lugar a grandes recetas que han pervivido a lo largo de los años, muchas de las cuales siguen estando presentes tanto en numerosos hogares como en un buen número de restaurantes.
El rey de la Cuaresma ha sido siempre el pescado, y más concretamente el bacalao, que tradicionalmente se consideraba “comida de pobres”, pese a que hoy ocupa un espacio de excepción en los más reputados restaurantes. Fue durante el Siglo de Oro cuando se popularizó el consumo de este pescado, que se vendía en salazón y, por tanto, era el que llegaba más fácilmente a las zonas de interior, y era además un plato habitual de todos aquellos que no podían permitirse comprar pescado fresco. De hecho, el pescado era la comida de rigor durante los cuarenta días que duraba la Cuaresma, en que estaba prohibido comer carne, pues se trataba de una época de introspección y austeridad que exigía, entre otras cosas, moderación en las comidas y en el resto de placeres de la vida. Solo los que disponían de la bula de carnes, que se expidió en España hasta 1966, podían eludir la prohibición de comer carne, salvo los viernes, un día de abstinencia obligatoria incluso poseyendo la bula.
El bacalao ha sido desde nuestros inicios y sigue siendo uno de los pescados preferidos del equipo de Windsor, sabroso, versátil y delicado, al que se puede sacar un gran partido en cualquier época del año. Por supuesto, no falta en nuestra carta de esta temporada, en que llega a nuestra mesa con un gratinado de alioli de ajo negro, con tomates confitado y ajos tiernos. Es, de hecho, un plato que refleja muy bien el espíritu de aquellas Cuaresmas pasadas en que la comida escaseaba y había que devanarse los sesos para sacar el máximo partido a muy pocos ingredientes. El bacalao con patatas, al pil pil, el potaje de garbanzos con bacalao o los buñuelos son algunas de las recetas típicas que pueden encontrarse en muchos hogares durante la Cuaresma, especialmente los viernes, día de abstinencia por antonomasia.
También los potajes, como decíamos, han sido siempre típicos de estas fechas, esos gloriosos guisos de cuchara ideales para calentar el cuerpo en una época del año en que, especialmente en zonas de montaña, todavía hace frío. Por no hablar de platos tan tradicionales como la clásica sopa de ajo o sopa castellana, una sencilla y consistente receta que ha alimentado durante siglos a miles de familias durante la Cuaresma. Las patatas viudas, con apenas especias y ajo, los huevos de vigilia o los tradicionales arroces y fideuás sin carne también han demostrado y siguen demostrando que la Cuaresma es una época de recetas extraordinarias.
Pero si hay un producto que marca la Cuaresma y la Semana Santa es, sin duda, la torrija, y por extensión los numerosos dulces de factura sencilla y espectacular sabor que encontramos repartidos a lo largo de la geografía española. De nuevo estamos ante un dulce que refleja bien el espíritu de una época de escasez, en que el pan duro se aprovechaba para elaborar esta maravilla que se preparaba además con leche, huevos, aceite y azúcar, para dar lugar a un postre sensacional que a día de hoy forma parte de la oferta tanto de restaurantes y tabernas modestos como de otros de alta gastronomía. Los típicos buñuelos, los pestiños, la leche frita y otros muchos dulces sencillos y austeros (casi tantos como pueblos existen) son también propios de la Cuaresma, cuarenta días de austeridad que acaban cuando empieza la Semana Santa.
Pero no podemos hablar de dulces deliciosos sin detenernos en la tradicional Mona de chocolate, un postre muy extendido que se consume el lunes de Pascua en millones de hogares, especialmente cuando hay niños. Pese a que en sus orígenes se decoraba con huevos de gallina pintados, con el tiempo estos se convirtieron en huevos de chocolate y, más tarde, en esas maravillas arquitectónicas rocambolescas que encontramos en numerosas pastelerías.